RAMON MERICA
Al día siguiente de su inauguración, el 10 de octubre de 1868,
los diarios de la época se derramaban en ditirambos como "el más
lujoso y de mayor capacidad de todos cuantos existan en la América
del Sur" y cosas parecidas. Se estaban refiriendo al Mercado del
Puerto, una empresa particular de gran envergadura que venía a
sumarse a la demanda de modernidad que ya se iniciaba en la antigua
aldea y que un año antes había prohijado el Mercado Central detrás
del Solís.
A la cabeza del proyecto figuraba el comerciante español Pedro
Sáenz de Zumarán integrando una sociedad en la que también estaban
Juan McColl, Raúl Arocena, Juan Francisco de la Serna, Juan Peñalba
y José Pedro Ramírez. Todos juntos se pusieron de acuerdo en
emprender una obra de mucha importancia, y así lo hicieron.
Los parroquianos o visitantes del Mercado no pueden sospechar
algunos de los secretos del edificio. Por lo pronto, su
construcción, cuyo diseño es obra del inglés R.V. Mesures, ejecutada
en Gales en los talleres de la Unión Foundry de la ciudad del
Liverpool, todo bajo la supervisión celosísima de Mesures. Ese celo
profesional también se volcó sobre el montaje y armado del complejo
(un verdadero Meccano de la época) y sus pilares metálicos, sus
cercas de hierro fundido y sus soportes fueron armados por un equipo
de herreros profesionales venidos con el propio ingeniero diseñador.
No hubo un solo dedo uruguayo en la creación del Mercado.
LO QUE QUEDO. Lástima que ya no esté: se cuenta que en el centro
del mercado original había una fuente rodeada de bancos metálicos.
Años más tarde, en ese mismo lugar fue colocado un reloj que,
felizmente, está. Ese reloj ha llevado al pueblo a imaginar que la
construcción del mercado fue pensada para una estación de
ferrocarril, pero no es así. El edificio, más allá de estar a metros
del agua, invita a viajar, pero no en ferrocarril, sino con sus
propuestas gastronómicas, sobre todo las relacionadas con la carne,
donde la oferta es infinita y abrazadora. Como dijo el francés
Jean-Philippe Laffont (el maestro de canto del delicioso film "La
fiesta de Babette") al entrar al mercado y ver sus parrillas:
"L’apothéose de la viande!" hay algo más que eso: para jugar con los
idiomas, en realidad el Mercado del Puerto y todos sus hermanos
platenses representan las apoteosis de las viandas.
Eso es particularmente atractivo para los visitantes extranjeros,
que suelen volver a sus países con el mejor recuerdo luego de haber
recorrido los rincones de este gran lugar montevideano.
Se cuenta que en la misma época de fundación del mercado, el
señor Juan Roldós estableció un negocio de ramos generales, esos
registros donde había de todo: botas, salchichones, vinos, yerba,
algún loro, ollas, chiripás, quincallería, géneros, licores,
adornos, cuchillos y hasta algún diario o revista llegada desde
Buenos Aires. Una botica, como se decía.
En 1930, el hijo de don Juan, Juan Bautista, decidió transformar
el almacén en bar y realmente fue un golpe de gracia. Durante
décadas, sobre el mostrador de madera sobriamente esculturado han
corrido ríos de Medio y Medio, la bebida emblemática de la casa,
ideal para humedecer los sandwiches generosos que anteceden un giro
de 180 grados y luego toparse con las tiras de asado y las achuras.
El célebre Medio y Medio es una recatada mezcla de vino blanco seco
con un espumante también blanco y ha sido tal su prestigio que hoy
se lo puede encontrar ya pronto, envasado, como ha ocurrido con el
Bellini de Café Florian de Venecia.
Sobre ese mostrador, modestamente, se han acodado José Luis
Zorrilla, Carlos Reyles, José Cúneo, Alberto Zum Felde, Felisberto,
pero también, entre otros muchos, Tita Ruffo, Witold Malcuzynski,
Victoria de los Angeles, Jean-Louis Barrault, Madeleine Renaud, en
una larga cadena de sensibilidades. Hoy, con la apertura de la
peatonal Pérez Castellano, el viejo mercado sueña con Italia y
desparrama músicos, sombrillas, mercachifles y mucho vino sobre esa
casi ribera del Plata. Los ingleses, a lugares como éste, suelen
llamarlos "must»; en Montevideo, el Mercado y su Roldós son un par
de imperdibles. Por suerte están juntos: ir a uno obliga a visitar
el otro.
Doña Adela Varela: un símbolo
vivo del Mercado
No parece un quiosco tradicional, sino un estuche. Adentro, una
señora platinada siempre muy arreglada no se pierde el menor
movimiento del viejo edificio, confirmando lo que el Ministro del
Tribunal de Cuentas, uno de los propietarios de Roldós, Ernesto Belo
Rosa, define como "la dueña del Mercado".
"Yo no soy la dueña del Mercado, pero lo amo y he hecho bastante
por él. Cuando yo llegué y compré el quiosco, hace dieciséis años,
esto era de un caos y de un abandono lamentables. De entrada pensé
que el Mercado era un anzuelo impresionante para los turistas y que
había que hacer algo para remozarlo, me puse en ello y la verdad que
se ha conseguido un giro de ciento ochenta grados".
Nacida en Vega de Espinadera, León, Adela no puede ocultar el
gracejo y precisión de su castellano, pese a que "no sé cuántos años
hace que llegué al Uruguay, pero son muchos". En esos años, ha
explotado negocios variados, sobre todo de comestibles, "hasta que
un día una amiga me habló de este quiosco que estaba en venta, lo
vine a ver y me gustó la idea, pese a que no era esto que hoy se ve.
Lo que yo vi entonces era una cosa espantosa, un engendro de
hormigón, lo hice tirar todo abajo y lo hice a nuevo. En ese tiempo,
me costó veinticuatro mil dólares. ¿Caro? Claro que sí. Aquí en el
Mercado los negocios son muy caros".
Nadie como ella para revelar las vísceras administrativas del
edificio. "Esto es como una co-propiedad horizontal de un edificio.
Algunos son dueños del negocio y del piso y otros son dueños sólo
del negocio y alquilan el piso al propietario". Lo difícil, como en
toda copropiedad, es poner a todos de acuerdo cuando hay que hacer
algo, pero eso también se ha mejorado".
Preocupada por la seguridad, Adela insiste: "No deje de recalcar
que el Mercado es un sitio muy seguro, que se puede venir en familia
y con niños, y que los famosos veinticuatro y treinta de diciembre,
donde había peleas y hasta tiros, ya no existen. No en vano la gente
que viene de todo el mundo, desde Indonesia hasta Nueva York, se va
encantada". Un plus para el público que va a disfrutar del viejo y
querido gigante del Puerto de Montevideo.
La historia no contada del Señor
de El Palenque
El señor de El Palenque llegó a Uruguay hace 45 años, solo, tenía
17 años y entró como peón de cocina en el Victoria Plaza. Antes, sin
embargo, había transitado por cocinas sevillanas desde los 12, y su
encuentro con Montevideo fue definitorio, sobre todo en el mercado,
al que conoció porque unos vecinos suyos de Galicia ya estaban
instalados aquí.
Cuando hoy se aprecia en ese lugar los esmeros de elaboración y
de servicio, urge preguntarse de dónde vienen: "Superviso todo, o
casi todo. Todo está bajo el control mío y de mi hijo Emilio, que
seguramente me sucederá y que ama mucho este oficio. Es algo de
familia: ya tengo un nieto de once años que está metido en la
cocina".
Hoy no parece concebible el viejo Mercado del Puerto sin el
espacio que, por derecho propio, se ha ganado El Palenque en el
característico recodo del paseo que reina en la Ciudad Vieja.
Poco a poco, la firma ha ido ganando gran espacio en el Mercado,
con el último agregado de un local con unas tapas que parecen
llegadas desde Madrid, aunque Portela recuerda: "Antes el mercado
era más mercado, ahora es más plaza de comidas, pero ha habido,
sobre todo, un cambio social: cuando yo llegué, era un lugar adonde
venían a comer los obreros de la estiba, gente del puerto, gente que
ya no viene. En cambio, ahora el público mayoritario son los
ejecutivos". Ese cambio social determinó cambios en las cartas: "Ya
no se hacen los antiguos chorizos al vino blanco ni el matambre
arrollado, y así nosotros hemos incorporado, además de la parrilla,
que es la reina del mercado y su razón de ser, platos franceses,
españoles, italianos, cocina internacional".
Esos esmeros llegaron el año pasado a Punta del Este con un
enorme éxito en la Avenida Roosevelt, aunque el bastión original
sigue siendo el que se acuna junto a la Bahía. Allí los Portela han
edificado un respetable patrimonio, comprensible cuando se averigua
que un buen sábado en El Palenque hace tintinear la registradora por
no menos de 150 mil pesos. "Nos matamos por todo, pero hay dos cosas
fundamentales: el cuidado de los baños y la calidad de la comida".